COMUNIÓN  DE LOS SANTOS
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     Es el misterio de la unidad de los seguidores de Jesús y de la conciencia que se genera de esa unidad en la Iglesia. La fe y la caridad se convierten en el dis­tintivo de los seguidores de Jesús.
   Y una misteriosa corriente espiritual se hace presente en la Iglesia, como Cuerpo Místico, logrando unificar a todos los miembros con el común denominador del amor a Jesús, de la gracia del Espíritu Santo y de la participación en la vida misteriosa de la comunidad fraterna.

   1. Participación mística

   La Iglesia es algo más que una sociedad religiosa. Tiene una vida que fluye por todos sus miembros y que transciende los espacios y los tiempos. Es la misma vida de Jesús, la cepa radical en cuya savia participan los sarmientos. Esa vida produce una "común unión", una misteriosa y vital comunicación, que iguala a los cristianos, manteniendo las diferencias personales, naturales y sobrenaturales, en el fluido misterioso del amor divino.
   A eso es a lo que se llama “Comunión de los santos”. Desde el principio de su historia, la Iglesia lo exteriorizó con esta expresión. Aparece por primera vez la "communio sanctorum", en la exposición del Símbolo atribuido  a Niceta de Remesiana (posterior al 380).
   Pero desde el siglo V se halló en todas las redacciones y explicaciones del Credo: "Creo en la comunión de los santos". Se entendió por “santos” a los consagrados por el Bautismo, a los vinculados a Cristo por la fe, a los elegidos por Dios para ser de su comunidad.
   En su significación más original, esta expresión alude a la posesión de la gracia por parte de los miembros de la comunidad cristiana, es decir de los cristianos. Pero pronto fue elaborándose una Teología rica y expansiva de la comunicación espiritual. Y se hizo extensiva a la relación sobrenatural que se establece entre todos los elegidos por Dios para ser objetos de su amor: los de este mundo que caminan, los que se purifican en el misterioso estado de los difuntos, los del otro mundo que ya gozan de Dios. Y pronto en la teología cristiana se explicitó la exclusión de los condenados
   Entre todos los miembros del Cuerpo místico hay lazos comunes de amor divino y fluyen intercambios, ayudas, intercesiones, relaciones, en una palabra "comunicación y comunión".
   Las consecuencias de esa vida misteriosa en la comunidad eclesial son diversas. La principal de ellas es la participación en la misma vida divina, que es la gracia santificadora, pero también en los bienes espirituales. Y esa participación sugiere la plegaria por los demás, el intercambio de los méritos y la posible aportación de los bienes místicos propios al tesoro común de la comunidad eclesial.
    Ello desencadenó la vinculación misteriosa pero real entre los que están ya en el cielo (santos en sentido estricto, estén o no estén canonizados), los que aguardan en el Purgatorio su llegada a la visión de Dios y los que todavía caminan por la tierra esperando su salvación.

   2. Efectos y vínculos

   En sentido místico, la Iglesia debe ser entendida como el conjunto de las personas reales que han sido redimidas y santificadas por la gracia de Cristo, ora estén en la tierra, ora en el cielo, ora en el fuego del purgatorio. La Iglesia, entendida en este sentido amplio, recibe generalmente el nombre de “Cuerpo Místico”. Y la comunicación espiritual que existe entre todos sus miembros, sea cual sea el estado en que se hallen, se denomina “comunión de los santos”.
   Los miembros, santificados por la gracia redentora de Cristo, en cualquiera de los estados se hallan unidos con Cristo, Cabeza de todos, y se enlazan espiritualmente entre sí. Forman una comunidad espiritual con una vida sobre­natural común, en la que cada uno participa según su capacidad, aportando y recibiendo.
   El Catecismo Romano de S. Pío V expresa hermosamente la doctrina de la comunión de los santos e insiste en la  posesión común de los medios para alcanzar la gracia depositados en la Iglesia por Dios. Todos los dones, incluidos los extraordinarios, de cada miembro de la Iglesia, repercuten en los demás, por la participación de los frutos, plegarias y beneficios que todos reciben.  La unidad del Espíritu, por quien la Iglesia es conducida, hace que todo lo que en ella se deposite sea en alguna manera riqueza común: "No solamente son comunes aquellos dones que hacen a los hombres gratos a Dios y justos, sino también los dones extraordinarios de la gracia" (10. 25).
   Todo lo bueno y santo que emprende un individuo reper­cute en bien de todos; y la caridad es la que hace que les aproveche a los demás. Pío XII lo recogió en su encíclica Mystici Corporis con estas palabras: "No se realiza por sus miembros ninguna obra buena, ningún acto de virtud, del que no se aprovechen todos por la comunión de los santos". Es evidente que eso supone la acción personal y libre de cada persona. Pero la intercomunicación espiritual, escapa un poco la explícita aceptación singular.


 

 

 

 

   

 

 

 

 

 

4. 2. Entre la tierra y el cielo

   La Sagrada Escritura no conoció ni testificó ningún gesto de veneración a personajes significativos del Pueblo elegido, salvo la entrañable veneración a las figuras patriarcales de Abraham, Isaac, Jacob, Judá, Moisés. Manifestó especial veneración a determinadas figuras angélicas que hallamos ensalzadas en ocasiones: Jos. 5. 14; Dan. 8. 17; Tob. 12. 16.
   Tardíamente surgieron algunas referencias, como en los tiempos de la rebe­lión macabea. Judas Macabeo contempló en un sueño, "digno de toda fe", a los justos varones ya muertos, el sumo sacerdote Onías y el profeta Jeremías, y vio cómo intercedían ante Dios por el pueblo judío y la ciudad santa (Mac. 1. 5, 11.16)


   Desde los primeros tiempos la Iglesia cultivó singular veneración por los cristianos que manifestaron vida de santidad modélica o especial fortaleza en la confesión de la fe. Los mártires fueron los primeros personajes del culto cristiano, desde S. Esteban (Hech. 7. 54-60) hasta la gran lista que la persecución de Nerón originó en Roma y en muchas localidades del imperio. El testimonio escrito más antiguo de este culto está en el "Martyrium Polycarpi” (hacia el 156), en donde con toda precisión se diferencia el culto a Cristo y el culto a los márti­res: "A Cristo le ado­ramos por ser el Hijo de Dios; y a los mártires los amamos con razón como discípulos e imitadores del Señor, por su adhesión eximia a su rey y maestro." (17, 3)
   Pero, junto a los mártires, fueron objeto de tributos espirituales, de plegarias y de homenajes, otros personajes santos o modélicos: los obispos famosos como doctores, las vírgenes, los eremitas, los escritores modelos de cultura y de vida cristiana. Se vio muy conveniente venerar a estos santos ya en el cielo e invo­car su intercesión, con la certeza de que su ayuda ante Dios resultaba eficaz.


   Evidentemente este culto de veneración, o dulía, incluso el singular, de hiper­dulía, tributado a la Madre de Jesús, nunca supuso menoscabo en el culto a Cristo mismo. Pero originó un sinnúmero de manifestaciones: arte, fiestas conmemorativas, plegarias y más tarde santuarios, templos, sepulcros, etc. que trataron de mantener su memoria.
   Detrás de ese culto estaba la persuasión de la intercesión en el cielo en favor de los fieles que siguen en la tierra. El Concilio de Trento, contra los reformadores que pretendían eliminar toda intercesión que no fuera solicitada al mismo Cristo, "único mediador ante el Padre" (Confesión de Augsburgo, en función de Gal.3.20), declaró: ""Es bueno y provechoso implorar la ayuda de los santos". (Denz. 984 y 988)

 
 

 

  

   3. Jesús lo quiso

   Jesús quiso que los cristianos estuvie­ran unidos entre sí con una íntima uni­dad moral, de la que es figura la propia unión de Cristo con el Padre (Jn. 1. 7 y 2. 1). Jesús se considera a sí mismo como la vid o cepa central. Y ve a sus discípulos como los sarmientos, que producen fruto si están unidos a la vid. Y los ve como estériles, si se apartan de la cepa. (Jn. 15. 1-8)
   San Pablo entendió perfectamente ese principio cristiano y lo comentó con frecuencia en sus Cartas. Consideró a Cristo como la cabeza de un cuerpo y los cristianos como miembros diferentes y vinculados en el cuerpo. (1. Cor. 12).
   Por eso recomendaba a sus comuni­dades la unidad y el amor mutuo: "En el cuerpo no tiene que haber escisiones, antes bien todos los miem­bros tienen que preocuparse por igual unos de otros. De esta suerte, si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan. Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo y [sus] miembros cada uno en parte." (1. Cor. 12. 14). "Pues, a la manera que en un solo cuerpo tene­mos muchos miem­bros, todos los miem­bros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cris­to, y todos somos miem­bros los unos de los otros." (Rom. 12. 4. Ef. 6. 18)

   4. Ambitos y vínculos de comunión

   El dogma de la comunión de los santos resulta en cierto sentido diverso, complejo y polifacético, pues son tres los estados o situaciones diferentes en que se hallan los que se comunican: celestes, purgantes y viadores terrenos.

   4.1. Los que viven en la tierra

   Los fieles de la tierra pueden alcanzar beneficios espirituales para los que, como ellos, viven en el mun­do. Lo consiguen intercediendo por ellos y en virtud de la gracia de Dios. La oración de intercesión siempre se ha mirado con especial simpatía en la co­munidad cristiana.
   Pío XII comentó en la Encíclica Mystici Corporis: "La salvación de muchos depende de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del cuerpo Místico de Jesucristo dirigidas con este fin... A diario deben subir al cielo nuestras plegarias para encomendar a Dios todos a los miembros del cuer­po místico de Jesu­cristo, sobre todo a los que más lo necesitan."

 

   4.1.1. Rezar como sistema

   La confianza en la oración es tan antigua como la Iglesia. Incluso es cono­cida y practicada a lo largo de todo el Antiguo Testamento: Ex. 8. 4; 10. 17. Las figuras de Israel, como Abraham (Gn. 15, 23), Moisés (Ex. 32. 11 y 30), Samuel (1 Rey. 7. 5 y 12. 15) y Jeremías (Jer. 18. 20), son modelos de intercesión. Oran por el pueblo y su oración es escuchada por Dios. Los ejemplos de plegarias en las necesidades se multipli­can en la Biblia: (Jer. 37. 3 y 42. 2).
   El mismo Jesús invita a sus Apóstoles a que oren por diversas personas: por los más cercanos (Mt. 5.10), por sí mismos (Lc. 22.39), por los perseguidores (Mt. 5. 44).
   San Pablo asegura a las comunidades a las que van dirigidas sus cartas que rogará a Dios por ellas (Rom 1, 9) y les pide que tam­bién ellas oren por él (Rom 15. 30) y por todos los hermanos (Ef. 6. 18). Hace encargos como éstos: "Ante todo ruego que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracia por todos los hombres, por los emperadores y todos los constituidos en dignidad" (1 Tim. 2. 1).  Santiago pide también plegarias por las necesidades de todos: "Orad unos por otros para que os salvéis. Mucho puede la oración fervorosa del justo" (Sant. 5. 16).

   4.1.2. Merecer por los demás.

   La oración puede alcanzar la gracia y la misericordia de Dios para otros que no son capaces de pedirla. Por eso la Iglesia ha practicado sin cesar la ora­ción por los necesitados, por los ignorantes, por los pecadores, pidiendo para todos la misericordia divina.
   La Iglesia está persuadida de que se pueden alcanzar de Dios beneficios y ayudas ante todas clases de necesidades ajenas. Es un mérito de "congruo", debido a la mise­ricordia divina, no de condigno. Siempre ha sostenido que Dios puede aplicar a otros los méritos que ante El se obtienen por las buenas obras: limosnas, sacrificios, plegarias. Y lo hace tanto por su misericordia como por su palabra: "Pedid y recibiréis sin duda, llamad y se os abrirá ciertamente." (Mt. 7.8; Lc.11.10)
    San Justino ya en el siglo II relataba cómo los fieles oraban y ayunaban conjuntamente con los catecúmenos para conseguir de Dios el perdón de sus ante­riores pecados. (Apol. 1 61). Y los cánones eucarísticos de los pri­me­ros tiempos se hallan poblados de de­mandas de intercesión y humildes reclamos de bienes, tanto naturales, la paz, la salud, el alimento, como espirituales, la gracia, la salvación.

   4.1.3. Satisfacción vicaria

   También la Iglesia ha sentido que se podía hacer penitencia y obtener la satisfacción por los pecados ajenos, en virtud de la misericordia divina.
   En el Antiguo Testamento se conocía ya la idea de la satisfac­ción vicaria. Moi­sés se ofrece a Dios como víctima en favor de su pueblo, que ha pecado (Ex. 32. 32). Job ofrece a Dios holocaustos expiatorios por los pecados de sus hijos (Job. 1. 5). Isaías vaticina la pasión expiatoria del Mesías por nuestras iniquidades. (Is. 53)
   La idea antigua de que todo pecado implicaba una culpa y una pena fue decisiva en la doctrina cristiana. Si la culpa sólo se borra con el arrepentimien­to personal, la pena merecida permanece y se puede suavizar con la ayuda de los demás creyentes que elevan plegarias y reali­zan penitencias y sacrificios para obtener el perdón del Señor.
   En el Nuevo Testamento se desarrolla esa idea de la satisfacción vicaria, sobre todo en S. Pablo. Los fieles deben hacer sacrificios unos por otros "Ahora me alegro de mis padecimientos por vos­otros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo" (Col. 1. 24). Y ese mensaje se repite con frecuencia: 2 Cor. 12. 15; 2 Tim. 4. 6)
   La posibilidad de esta satisfacción vicaria se explica por las relaciones mu­tuas que existen en el Cuerpo Místico. A imitación de Cristo, cabeza del Cuerpo, que ofreció su sacrificio expiatorio por todos los miembros, un miembro puede satisfacer también en representa­ción de otro.
   La primera vez que aparece un documento pontificio con esa doctrina sobre la "satisfacción vicaria" es con Clemente VI, que declaraba en su Bula jubilar "Unigenitus Dei Filius", de 1343, la idea de un "tesoro de la Iglesia" en el cual participan todos los cristianos. Ese tesoro se halla enriquecido por los méritos de Cristo, pero también de María Madre de Dios y de los santos. (Denz. 552)
   Santo Tomás prueba bíblicamente la posibilidad de la satisfacción vicaria con el texto de  Gálatas 6. 2. "Sobrellevad los unos las cargas de los otros"; y de manera espe­culativa asocia su opinión a la virtud unificadora de la caridad: "En cuanto dos personas están unidas por la caridad, puede una de ellas ofrecer satisfacción por la otra." (Summa Th. III 48, 2.)
   Pío XI, en sus encíclicas "Misserentissimus Redemptor", de 1928, y "Caritate Christi", de 1932, desarrolló la doctrina de satisfacción vicaria y exhortó a que todos reparen al Corazón de Jesús, no sólo pensando en las propias faltas, sino también por llorando las ajenas.  El espíritu de reparación, que se desarrolló en multitud de asociaciones piado­sas y cofradías penitenciales, que desde tiempos antiguos cultivaron la piedad, se extendió con profusión desde el siglo XIX en que adquirió gran auge la devoción al Corazón de Cristo.

 

   

 

   4.3. Vínculos con el Purgatorio

   También se integra en el dogma de la comunión de los santos la tradicional costumbre de orar por los difuntos e, incluso, pedir a los difuntos dones y favores ante Dios.
   La Iglesia, según la tradicional costum­bre de todos los pueblos de venerar a sus muertos, vio en quienes habían fallecido después de una santa vida, almas justas que mantenían la comunión espiritual con toda la comunidad de los fieles que en el mundo quedaban.

   4.3.1. Naturaleza y existencia

  Se fue perfilando poco a poco una completa teología de la intercesión y de los sufragios, desde la definición del "estado de Purgatorio", o purificación de los que no han llegado todavía al cielo por tener penas pendientes que satisfa­cer de sus pecados ya perdonados, hasta la necesidad de elevar a Dios plegarias y sufragios reparadores de los fieles vivos por los fieles difuntos que los necesitan.
   Por sufragio no sólo se entiende en la doctrina cristiana las plegarias que se elevan en nombre de los difuntos, que ya no pueden merecer, sino cuantas obras buenas: limosnas, sacrificios, actos de piedad, se hagan con la intención de acelerar su purificación.
   Es evidentemente que en este terreno se insertan muchos inevitables antropomorfismos, como la determinación  de lugares o precisión de tiempos, la formulación de ritos y prácticas en la piedad popular, la difusión de figuras y símbolos como cadenas y fuegos, que ciertamente son incompatibles con los planteamien­tos metafísicos de la trascendencia. Termina­da la vida terrena, todo concepto de espacio, tiempo, estado, sentimien­tos, necesidades, cuantificaciones reparadoras, etc. son inadmisibles. Sin embargo, no son rechazables como lenguaje hu­mano para llegar a los conceptos de la purificación y satisfacción.
   Hay algo en la doctrina cristiana que precisa explicación para entender lo que pueden ser "las indulgencias" que tantas antipatías suscitaron en los protestantes. A falta de otra baremación mejor, la Iglesia habló de indulgencia para vivos y difuntos, como cuantificación de días o años de penitencia impuesta a los peca­dores por sus desvíos. Trasladados esos baremos de forma análoga a los ritos fune­rarios, se multiplicaron esos modos de hablar y calcular que tan psicológicamente consolaban a quienes habían perdido por la muerte a los más allegados.
   El principio cristiano de la intercesión quedó claramen­te definido en el II Conci­lio Ecuménico de Lyon (1274) y en el de Florencia (Decretum pro Graecis en 1439), que coincidieron en una misma manera de expresar­se: "Para mitigar semejantes penas, les son de provecho [a los difun­tos] los sufragios de los fieles vivos, a saber: las misas, las oraciones y limos­nas y otras obras de piedad que suelen hacer los fieles en favor de otros, según las disposiciones de la Iglesia." (Denz. 464 y 693).
   El concilio de Trento, explicitó en parte la idea del Purgatorio que negaban los Reformadores y declaró su existencia, sin entrar en pormenores sobre su naturaleza, en la sesión del 3 de Diciembre de 1563. (Denz. 983)
   Se discutió en algún tiempo si las almas del Purgatorio pueden interceder también por los hombres de este mundo. La tradición de la Iglesia siempre admitió este tipo de relación intercesora. Francisco Suá­rez y S. Roberto Belarmino lo afirma­ron en atención a los méritos que ellas tienen y al estado final de salvación en el que se hallan. Con todo, Sto. Tomás había dudado, incluso negado esa intercesión, por la situación de castigo y pena en que las almas purgantes atraviesan.

   4.3.2. Base bíblica

   Según 2 Mac. 12. 42-46, existía entre los judíos ya la seguridad de que podía ayudarse con oraciones y sacrificios a las almas de los que murieron en peca­do y necesitaban ayuda de los vivientes.
   El cristianismo naciente recogió del judaísmo esa fe en la eficacia de los sufragios. Hay que desear a los difuntos, que sean perdonados por Dios, como lo hace Pablo con Onesíforo: "El Señor le con­ceda hallar misericordia en aquel día cerca del Señor." (2 Tim. 1, 18)
   Más rica en testimonios que la misma Escritura es la Tradición. Tertuliano recordaba cómo se oraba y celebraba la Eucaristía en el día aniver­sario del falle­cimiento de un difunto (De monogamia 10; De cor. mil. 3) Y San Cipriano comentaba la plegaria que por los difun­tos se pronunciaba después de la consa­gración en la misa e indicaba cómo iba destina­da a ofrecer su reconciliación con Dios. (Cat. myst. 5. 9)
   San Agustín enseña que los sufragios no aprovechan a todos los difuntos, sino únicamente a aquellos que han vivido de tal suerte que están en situación de salvación después de la muerte. (De cura pro mortuis gerenda 1, 3)
   Los sarcófagos con sus figuras y sus inscripciones son numerosos en los siglos II y III, solicitando plegarias e intercesión por los que en ellos esperan la resurrec­ción de los justos.

    4.3.3. Eficacia de los sufragios

    Los sufragios, según la creencia de la Iglesia, amortiguan las penas de los difuntos, pues sustituyen en valor satisfactorio las buenas obras que los difuntos ya no pueden hacer para obtener el perdón y la satisfacción. Remiten, pues, las penas temporales. Y en las plegarias que les acompañan añaden la intercesión a la misericordia divina.
   La posibili­dad de que Dios escuche tal plegaria y acepte la satisfacción vicaria está apoyada en la realidad del Cuerpo Místico de Cristo, en donde los bienes espirituales de unos pueden comunicarse a los otros. Pero también la tradición ha sido prolífica en considerar especial­men­te meritorios los elevados por personas justas y santas. De ahí la costumbre de encargar plegarias a los eremitas, a los contemplativos, a  los cristianos reputados como justos y virtuosos.
    Hay sufragios supremos y eficaces por sí mismos, como es el Sacrificio de la Misa, el más excelente y el más influ­yente ante Dios. Y hay otros que dependen de las actitudes y de los méritos de quienes los realizan.

 

 
 

  

   4.4. Los santos interceden

   Es doctrina común de la Iglesia de que también los santos del cielo tienen su conexión mística y espiritual para con las almas del Purgatorio. La Iglesia suplica con frecuencia a los santos celestes que tengan miradas benévolas para los di­funtos que esperan la purificación.
   En los hábitos paleocristianos, hemos de recordar cómo los familiares recomendaban con frecuencia sus difuntos a los mártires, para obtener su ayuda. A veces los fieles pretendían ser enterrados cerca de las tumbas de algún mártir para asegurar su ayuda posterior a la muerte. A este respecto, San Agustín dio la siguiente respuesta al Obispo Paulino de Nola: "La cercanía de la tum­ba de al­gún mártir, por sí misma no apr­ovecha a los difuntos; pero los que quedan en vida se mueven con ello a invocar en sus oraciones la intercesión de aquel santo en favor de las almas de los di­funtos" (De cura pro mort. gerenda 4.6.)
   De forma especial, la devoción popular concedió siempre a María Santísima, Reina del Purgatorio, un poder de intercesión singular en este terreno.
   Es cierto que los santos, como no son ya viadores, tampoco puede obtener méritos como cuando estaban en la tierra. Pero, por misteriosa voluntad divina, su acción en el Cuerpo Místico de Cristo no es de mera pasiva benevolencia, sino de activa influencia en función de los méritos que adquirieron en vida o de la misión que Dios les tiene asignada. Así surgen especiales devociones cristiana a los santos ángeles, como S. Miguel, a S. José, esposo de María, y a otros propios de algunas localidades.

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5. Comunicación mística de bienes

   La "comunicación de los bienes", como efecto de la "comunión de los santos", implica la creencia de que todos podemos participar en los bienes espirituales ajenos, por ser el Cuerpo Místico como una familia alentada por el amor y la generosidad.
   Los miembros del Cuerpo Místico estamos llamados a tener la misma vida y a participar todos de la vida de los demás. La fuente de la vida es Cristo Jesús, pero los demás recibimos la misma vida que fluye de él.
   Parti­ci­par en la vida de Jesús, en lo que llamamos gracia, santidad, perfección, justicia, es compartir su misterio de vida divina recibida del Padre. La vida de todos los miembros del cuerpo de Jesús se intercomunica místicamente entre sí. Tene­mos todo una llamada permanente a ser santos y a hacer las cosas como quiere Jesús. Como la sangre circula por las venas de nuestro cuerpo, la gracia divina impregna todo nuestro ser espiritual personal y corporativo.
   Por eso estamos llamados a la santidad y formamos todos un Pueblo santo único, santo, consagrado, sacerdotal, que eso significa ungido o consagrado. Hacemos cosas santas: amamos a Dios, elevamos plegarias al cielo, servimos a los hombres y vivimos la vida misma de Jesús. Esa grandeza nos viene del Bautismo, que es el signo de nuestro injerto en el Cuerpo Místico de Jesús.
   Acontece lo mismo en el aspecto negativo del pecado. Por muy personal y secreto que sea, el mal de unos miembros repercute en la totalidad del cuerpo y en cada uno de los demás.
    Tenemos que ser conscientes de la comunión de bienes y armonizar la responsabilidad y el mérito de cada persona, con la solidaridad espiritual entre todos los miembros del Cuerpo Místico, al igual que se da en los bienes corporales: la salud o placer de un miem­bro en el cuerpo repercuten en la totalidad de los otros miembros